BASADO EN UNA CANCIÓN

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Llevaban cuatro días idénticos encerrados allí. A través de la ventana veía la luz gris y la fina lluvia con su inacabable goteo. El paisaje era una masa opresiva de grises: asfalto, edificios, y cielo plomizo, en el que era imposible distinguir donde empezaba uno y donde terminaba otro. A sus ojos se fundían las piedras con la lluvia. Seguía con la vista perdida en el laberinto que eran las nubes, mientras un cigarrillo más se había consumido entre sus dedos, sin llegar a sus labios.
Una sacudida de sus tripas le hizo mirar dentro de la minúscula habitación. La cama, la mesita de noche, la sucia alfombra, y la ropa de los dos esparcida por el suelo. Se dirigió al baño, descalzo, y pasó por delante de la cama echándole un breve vistazo; ella seguía ahí pero él no sonrió.
Vomitó de una forma rápida y brusca, pero no se sintió mejor. Registró el pequeño mueble del baño y terminó destrozándolo. Al mirarse en el espejo que había roto se dio cuenta de que estaba llorando. Volvió y se sentó en una esquina de la cama tapándose la cara con las manos. Llorar le provocaba dolor en la mandíbula, la tensión se acumulaba en los labios y en la garganta.
Luego, apartó las sábanas del cuerpo de ella, dejando a descubierto sus muslos llenos de pinchazos, sus nalgas grisáceas, y un brazo mal doblado debajo del cuerpo. Buscó su mirada, y aunque ella tenía los ojos abiertos, no logró encontrarla.
En la mesita esperaba la última dosis. Ella se lo hubiera impedido, y ahora, irónicamente, aquellos ojos abiertos casi parecían exigírselo. Dejó la hipodérmica en el marco de la ventana y volvió junto a la cama. La cogió por debajo de las axilas y tiró. El peso muerto hizo que terminaran los dos en el suelo. La arrastró como pudo hasta la ventana y logró sentarse en la silla abrazando el cuerpo sin vida de la mujer.
Lloraba. Lloraba sin poder parar. Ella no había querido empezar, pero él la había conducido a su mundo. Llevaba muerta todo el día, y él sentía que aun estaba en la habitación, reprochándole haberse ido ella primero, como si exigiese justicia divina. La imaginaba delante suyo, enfadada, gritándole en la cara, insultándole con aquella extraña voz que le quedaba siempre que se daba un viaje.
Y la mecía entre sus brazos, llorando a solas. Nunca se había sentido tan solo como en aquellos momentos. Se le había escapado la vida mientras viajaban juntos abrazados en la cama. Él la quería por encima de todas las cosas, y había muerto por su culpa. Ella tenía razón, debería haber muerto él.
Echó la cabeza hacia atrás escuchando su propio dolor, el sonido de su lucha por sorber el alma, que rota, se le escapaba en forma de lágrimas. Le dolía la cara, y la garganta le iba a explotar, por eso no sintió como la aguja entraba en sus venas. Al instante se sintió mejor, y la vio a ella empujando el líquido hasta el final. Empezaron a reír los dos juntos. Se miraban, eran cómplices, no existía la soledad. Volvía a ser como antes, como cuando estaban juntos... Pero la risa de ella fue cambiando y se convirtió en algo molesto. Él se calló, pero ella cada vez era un personaje más grotesco. ¡Estás loca! le gritó.
Y entonces se dió cuenta de que ya no había vuelta atrás. Cerró los ojos e intentó borrar de su mente aquella parodia, aquella falsa copia loca. Pensó que iba a reunirse con su amor, y se dispuso a disfrutar de aquel último viaje que le llevaría junto a ella.

Cuando dos días después entró el malhumorado casero, acompañado de la policía, se encontró con que los dos cadáveres le sonreían.